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EQUILIBRIO EN PÉNDULO

Manuel López Oliva

Pintor y crítico de arte cubano

Cuentan que Gilberto Frómeta llegó a la Escuela Nacional de Arte, en el 62, montado a caballo. El intrincado ambiente vegetal de aquel centro de enseñanza artística del reparto Cubanacán, era propicio para las aventuras del jinete. El lo había sido desde niño. Así creo haberlo escuchado de boca de sus compañeros de promoción unos tres años después, cuando ingresé allí con similares propósitos de estudiar pintura.

Cuando me dedicaba a la tarea profesional de la crítica publiqué un artículo titulado: “Frómeta, a galope tendido”. Si el motivo del texto era una muestra de su pintura de potros y corceles, exhibidas en 1984, a la vez se trataba de una visión metafórica de la personalidad que lo caracterizaba, apreciada desde que nos conocimos en el laberinto de ladrillos que el arquitecto cubano Ricardo Porro diseñara como Escuela de Artes Plásticas —parte de la Escuela Nacional de Arte— en el antiguo campo de golf del más exclusivo club habanero, para la formación del tipo nuevo de artista, en los años 60.

Gilberto — ¿entonces?— siempre andaba a la carrera. Así trabajaba y estudiaba, se desplazaba entre las aulas abovedadas, hacia las antiguas residencias de millonarios donde nos albergábamos, al comedor situado en el que fuera el Havana Country Club. A casi todos nos sorprendía que el “tornado”, que reía a carcajadas y desataba tantas fuerzas, fuese capaz de realizar dibujos precisos, finísimos, además de composiciones a color que revelaban su asimilación de las vanguardias occidentales del siglo XX y su cercanía estética y emocional con pintores cubanos como Carlos Enríquez y Eduardo Abela, como su profesor Servando Cabrera Moreno.

Tal vez de esa época formativa le vienen algunos de los rasgos que le identificarían: laboriosidad, rapidez en la ejecución, creciente sensibilidad y una suerte de “equilibrio en péndulo” entre la naturaleza temperamental y el ser pensante. Si se observan las variaciones plásticas desplegadas por Gilberto de entonces a hoy, quedará claro que en todas se manifiestan, en alguna medida, tales indicadores psicológicos, los mismos que le servían para mantener amistades, obtener el reconocimiento de sus maestros. Cuando Jorge Rigol o Fayad Jamís, Antonia Eiriz o Adigio Benítez, y el a veces un tanto agriado Francisco Espinoza Dueñas, hablaban de él, sabían apreciarlo con satisfacción como un buen alumno.

Gilberto formó parte de un grupo, el primero de esa escuela, formado en su mayoría por jóvenes provenientes del campo o de provincia, que no en todos los casos tenía la preparación suficiente para asumir los complejos programas de estudio, por lo que en la práctica se produjo una verdadera renovación de las concepciones del aprendizaje de las artes plásticas en el país. Entre tales experimentaciones salen las primeras promociones. De aquellos estudiantes hubo algunos, como él, que asumieron el reto artístico sin oposiciones tajantes con el trabajo gráfico o docente, mientras otros llegaron a ser restauradores y profesores destacados.

Me reencontré con Gilberto en los inicios de la discutida década del 70. Coincidimos como “pintores jóvenes” en exposiciones de grupo y salones nacionales que fueron multiplicándose a partir de esos años. Como él trabajaba de diseñador editorial —la comercialización del arte estuvo casi paralizada hasta que en 1979 se creara el Fondo Cubano de Bienes Culturales—, tuvo que andar con los medios propios de ese oficio: pautas, fotografías recortadas, composición de páginas, medios tonos y retículas... A la postre ellos se integrarían a su imaginación creadora, hasta convertirse en bases visuales de una modalidad que inauguró su nombradía artística, dentro de lo que Juan Marinello llamó “Generación de la esperanza cierta”.

La pulcritud en el uso de los utensilios y medios correspondientes, demostrada como estudiante, se enriqueció con el rigor imprescindible a la labor de diseñador editorial y ocasionalmente realizador publicitario. De igual manera, la observación y el estudio empírico de las visiones creadas por artistas de diferentes latitudes y épocas prepararon su pupila para ver, en las zonas donde colindan y se mezclan lo gráfico con lo pictórico, lo que necesitaba mostrar, crear.

Por ese permanente camino su preocupación por el mattiery el orden de la imagen, aun cuando la expresión estuviese marcada por los impulsos libres o las calidades de la materia, le posibilitaron adquirir el dominio técnico exigido por los dos campos donde bifurcaba su hacer: el grabado y la pintura. Como grabador iniciaría procedimientos como la punta seca y la messotinta. Como pintor transitaría por soluciones disímiles, desde la combinación del plano y la figura, hasta entrelazamientos dinámicos de masas cromáticas con apariencia abstracta.

Gilberto ha sido —es— un “proceso” de singulares “vasos comunicantes”. Sus dibujos, pinturas, grabados y diseños se han alimentado mutuamente. Con ellos reunidos, transformados parcialmente unos en otros, este artista se ha movido por los predios neofigurativos, por la representación y las atmósferas expresionistas, por un cierto clasicismo constructivo y por lo que ha sido su período más pleno: la metáfora de manchas, frottage, informalismo y alusiones ambientales diversas.

A la influencia ejercida en el pintor por su quehacer en el grabado, de cuyo repertorio de medios asumió sus mejores posibilidades —texturas y maneras de extender la pasta mediante espátulas, por ejemplo—, se sumarían experiencias y recursos asimilados de un oficio: la albañilería. El descorchado de las paredes, las peculiares formas en que se producen en la piedra o superficie, entre otras impresiones derivadas de ese trabajo, le son muy significativas, tanto como cuando aprende a usar la plana de albañil, que junto a la punta de acero y el crayón lo colocan en una variante cubana, sensual y comunicativa, de pintura de la materia. Se trata de un recurso de la expresión tan válido como cualquier otro, pero que en manos de un genuino hacedor de belleza saca a la luz el vigor y lo expansivo de la personalidad que se anunciaba en las aulas de la Escuela Nacional de Arte.

Nuevamente nos ha llegado Gilberto a lomo de caballo. Una serie de caballitos de madera, de juegos y carruseles, invadió los grandes formatos de su pintura. Ahí están, otra vez, los recuerdos de la infancia, la sensibilidad de siempre, el referente fotográfico, la búsqueda de relaciones de color, el movimiento y una fantasía que determinan el cambio de ruta propio de su lenguaje reciente. Y de otro modo, aparecen también las inclinaciones plásticas de su principio: una desbordante voluntad de forma y un lirismo implícito en los símbolos figurativos de su memoria.

  • JUEGOS DEL SUEÑO Óleo tela 100 x 075 m 1995
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